lunes, 23 de octubre de 2017

Lobo solitario.

Como ya se acerca el Halloween tengo una historia de terror… más bien una anécdota creepy-pasta.

No tengo queja alguna sobre mi infancia. Disfruté una época gloriosa en la que todos querían ser mis amigos y a todas las niñas les gustaba. No fue algo que me haya propuesto, simplemente se dio así. De niños tenemos un carisma natural que nos hace fluir armoniosamente con la vida. No existe eso de esforzarnos por “ganarnos un lugar” en la sociedad ni elaboramos estrategias forzadas para caer bien a los que nos rodean, como tampoco los evaluamos concienzudamente para decidir si son “dignos” de nuestra amistad. Comenzamos a funcionar así una vez que la magia se ha perdido.


Recuerdo juntarme mucho con un par de vecinitas de mi edad, una de ellas muy resuelta y la otra muy tímida. La primera siempre me daba un beso (en la mejilla) al final del día. Yo me ponía muy nervioso a la vez que contento. La otra chiquilla sólo nos miraba. Cuando la primera se hizo mi novia, me propuso que antes de hacer oficial la relación, le concediera a la chica tímida un día como mi novia. Como si fuera yo un trozo de carne que pudieran utilizar a su antojo. Obviamente accedí. Teníamos 10 años.


Al entrar en la adolescencia todo cambió. De ser un “chico popular” me convertí en nadie. El raro, el anormal. Fue una trágica transición. La simpatía que nos unía se fue diluyendo durante el proceso de cambio. Ya me sentía como un idiota al estar frente a mis amigas y no era capaz de entablar conversación; entre más me esforzaba peor era el resultado. Mis amigos comenzaron a ensayar el rol que se supone exige el dejar de ser un niño. De repente ya estaban fumando o se habían hecho con refrescos, vasos de plástico y una botella de alcohol. Las otrora grandes pláticas sobre cine, fantasmas y extraterrestres decayeron en duelos de albures y referencias chocantes a nuestras amigas que ya mostraban cambios físicos. No fui capaz de emparejarme a ellos y poco a poco me fui haciendo a un lado. Al punto de sentirme ajeno al nuevo círculo que habían conformado.


Cuando coincidía con ellos en el patio, antes de saludarme ya me habían dirigido alguna broma que no entendía. Supongo que era su modo de indagar qué había pasado conmigo o reprocharme que ya no me juntara con ellos. La verdad los evitaba en medida de lo posible. Cuando los veía afuera reunidos prefería evitar pasar por donde estaban y me sentía avergonzado si me descubrían. El marcado contraste entre ellos y yo me hacía sentir un inadaptado, falto de malicia, de inteligencia, de “barrio”. Pero no podía quedarme vacío. Esa fue la época en que le tomé cariño a los libros. Me di a la lectura indiscriminada y reemplacé a los antiguos amigos con filósofos, gurús “new age” y personajes literarios.

Y al hacer eso confirmé mi transformación en lobo solitario adolescente. Fin.