Terminé de leer, por cuarta o quinta vez, Impaciencia del Corazón, de Stefan Zweig. Simplemente no lo supero; es uno de los mejores libros que he leído en mi vida. Tiene algo que me atrapa poderosamente. Son los personajes y la interacción entre éstos; las situaciones, tan humanas como extraordinarias; los procesos internos de Anton Hofmiller, tan similares a los míos, pero bellamente esbozados. Esa vulnerabilidad que permea el libro entero.
El libro es herencia de mi madre. Permaneció durante años acumulando polvo sobre la repisa. «Un libro viejo, aburrida literatura, pesada y obsoleta» pensaba inconscientemente cuando acaso leía el título de soslayo. Qué equivocado estaba. Dicen que los libros en general tienen sus partes buenas, sus partes malas. Impaciencia del Corazón rompe con esa arbitraria regla: es exquisito de principio a fin.
Un día lo escuché mencionar en un programa de radio. Una reseña vaga, pero que llamó mi atención. Por entonces comenzaba mi afición a los libros. Así que lo despojé de la tranquilidad en que por años reposaba y le di la oportunidad. O más bien, el libro me brindó el privilegio de regocijarme con sus páginas. Es pecado permanecer ignorante de las joyas que uno guarda en casa.
No podría rendirle justa reseña; no me alcanza el intelecto ni las palabras. Pero sí que merece mi reconocimiento, un pequeño tributo de mi parte. Pocos libros me han conmovido como ha hecho éste, que me hizo llorar la primera vez que lo leí. Más que una novela, es una sutil exploración al alma humana y sus debilidades. Stefan Zweig dota a sus personajes de una fragilidad que estremece.
Desde el punto de vista del condecorado Anton Hofmiller, quien se confiesa ante un recién conocido en una reunión, nos adentramos en su historia, de la cual han pasado ya varios años. Él, «joven e inexperto» teniente de 25 años, conoce en vergonzosa situación a Edith von Kekesfalva, una chica de 16 años. A raíz de la desafortunada circunstancia, que él se siente comprometido a compensar, surge una amistad basada en la compasión, sentimiento que le arrastra una y otra vez en contra de su voluntad.
Su calculada existencia en el regimiento, así como su gris vida interior, comienzan a ceder terreno a las nuevas experiencias (la charla amena con dos personas del sexo femenino) y emociones (el dar cariño y sentirse apreciado) en la mansión von Kekesfalva. Pronto su vida comienza a estrecharse con la de sus habitantes, más allá de lo que hubiese previsto.
Si bien Hofmiller es el personaje principal, cada personaje es entrañable. No existe carácter plano; si acaso unos mejor delineados que otros. Lajos von Kekesfalva, misterioso al principio, se va descubriendo tan humano y frágil, atribulado por la tragedia de su hija. Edith, arrebatada, impetuosa, desesperada; anhelante de algo más que compasión. El doctor Condor, quien se nos presenta como despreocupado, resulta ser un gran hombre, que no abandona a nadie, vive entregado a los demás y está dispuesto a sacrificarse. Incluso los compañeros de Hofmiller, personajes secundarios, tienen su «magia».
La forma en que Stefan Zweig describe los detalles y sutilezas es precisa y bella (también le corresponde mérito al traductor, Alfredo Calm). No solo nos hace palpar cada suceso. También nos hace saborear las tensiones, goces, incomodidades, orgullo y dudas que experimenta Hofmiller en cada uno de ellos. En esa riqueza de detalles psicológicos descansa la profundidad de la historia que, si uno se deja llevar, es casi vivencial.
"...Sólo las cabezas huecas se sienten felices al obtener «éxito» cerca de las mujeres; sólo los necios se ufanan a causa de ello. Un hombre de verdad quedará más bien abrumado al comprender que una mujer está loca por él, sin que pueda corresponder a su sentimiento..."
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Stefan Zweig. |